Un
artículo de PACO ROBLES publicado en el ABC de Madrid en abril del año pasado,
que nos llega ahora; pero pensamos que sigue teniendo actualidad.
Una comida diferente
Era un comedor social. El señor del que os voy a
hablar, se vio rodeado de eso que nunca se nombraba en los informes que él
preparaba en la Junta: “POBRES”.
Pagó la última ronda de unas cervezas que le habían sentado divinamente después
de una intensa semana de trabajo, se lo habían pasado bomba despotricando del
viaje del Papa, de la hipocresía de la Iglesia, de todo lo que les pedía el
anticlericalismo que los unía como la amistad que se profesaban y que les
servía para estar colocados en la misma empresa pública de la Junta. Se fue a
casa para comer algo antes de echarse una buena siesta, pero de camino se
encontró con un olor que lo llevó directamente hasta el paraíso efímero de su
infancia. Un olor a cocido, a caldo humeante, el aroma que lo recibía cuando
llegaba a su casa después del colegio, con su madre atareada en la humilde
cocina donde la olla hervía sin cesar.
Entró en un local que le pareció un restaurante modesto, pero con encanto; iba
distraído, pensando en el Informe Técnico sobre Prevención de Riesgos
Psicosociales de las Personas Expuestas a Situaciones de Disrupción Económica
Familiar que le habían encargado en la empresa pública donde trabaja. En
realidad, no era un restaurante; sino un autoservicio frecuentado por gente de
toda condición. Había personas ataviadas a la antigua usanza, junto a
individuos solitarios que vestían según las normas alternativas del arte
povera. De pronto abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que, quien le
servía la comida en la bandeja, era una monja. Aquello era un comedor social y
se vio rodeado de eso que nunca se nombra en los informes ni en los dosieres
que prepara: pobres.
Quiso retirarse; pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que no se
preocupara, que la primera vez es la más complicada, que no debía avergonzarse
de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de segundo, había filete
empanado; que no se perdiera las vitaminas de la ensalada ni de la fruta, y que
podía rematar la comida con un helado de los que había regalado una fábrica
cuyo nombre obvió. Se vio sentado a una mesa donde un matrimonio mayor, y bien
vestido, comía en silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un
tipo con barba descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le
contaba su vida; había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su
casa, después del divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que las monjas le
daban comida y ropa, y que dormía en el albergue bajo techo. «Al final, he
tenido suerte en la vida, compañero; así que no te agobies, que de todo se
sale…»
No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle
de comer, ni le habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a darle de
comer al hambriento, sin adjetivos. Al salir, no le dio las gracias a la monja
que le había dado de comer. Pero no fue por mala educación, sino porque no
podía articular palabra. Una inclinación de cabeza. Ella le contestó con una
sonrisa leve. «Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de
parte mía. Me llamo Esperanza».
Pregunta: ¿Hay algún comedor
social regido por ateos o por los sindicatos?